Tierra, trágame
Pues la historia comienza hace tres noches, con un par de energúmenos (uno de cuatro patas y otro de dos) dando su paseíto de rigor por el campo que hay cerca de su casa. Temperatura agradable, cielo despejado, ni pizca de viento...todo muy primaveral, vamos. Athos avanza contento, curioseando todo lo que hay a su paso, mientras yo le sigo, entregado a grandes reflexiones.
Seguimos caminando según nuestro recorrido habitual. Generalmente, el paseo completo sólo lo damos de día y por la noche acabamos un poco antes, puesto que hace más frío y hay más ganas de volver a casa. Sin embargo, esta vez decido que hay que aprovechar el buen tiempo y seguir hasta el final.
Y ahí es donde entra el gran don que tengo para ser oportuno y para tomar las decisiones que tomo en los momentos más adecuados.
Athos sigue trotando, seguido muy de cerca por mí. El camino traza caprichosas curvas en medio de árboles y arbustos...y de repente, tras un recodo de la senda, aparece. Algo que no encaja del todo, como una nota discordante en una melodía conocida. Hay una forma incierta, a un lado del camino, que no debería estar allí. Desgraciadamente, la total y absoluta oscuridad me impide determinar con claridad de qué se trata...pero luego, tras un examen más detenido, descubro que tengo ante mí una especie de manta. Curiosamente, al perro le llama la atención, porque le gruñe ligeramente y se pone a mover la cola. Esta reacción hace que yo me interese más por la dichosa mantita y me quede mirándola durante media hora con cara de estúpido, mientras Athos se pasea por encima de ella, la olisquea, la pisotea, la lame unas cuantas veces y le gruñe otro poco. Por supuesto, sólo después de todo el ritual perruno de investigación (no antes) me doy cuenta de que sobre la manta hay un chico y una chica que habían salido a disfrutar de la noche primaveral y estaban haciéndose cariñitos y arrumacos, tan felices ellos, sin pensar que en cualquier momento podían aparecer esos dos seres monstruosos, surgidos de las profundidades del Abismo, dispuestos a jorobarles la cita en una décima de segundo.
Por primera vez bendigo y agradezco la oscuridad que me rodea, porque mi rostro, en otra décima de segundo, pasa de su color normal al blanco leche y luego al rojo brillante, mientras me abalanzo sobre el perro, que continúa dando la murga, para tratar de ponerle la correa (es en ese momento, además, cuando me doy cuenta de que he ido todo el camino canturreando y tarareando). Me dirijo a la pareja:
"Losientolosientolosiento...nooshabíavisto...llevoalperrosueltoyclaro, jeje...perdónperdónperdón...vamos, Athos...adiós."
Salgo corriendo, agarrado a la correa del perro. Un trecho después, nos paramos y me encaro con él: "¿¡Me quieres explicar ahora cómo vamos a volver, desgraciado!? ¡Porque yo no paso por ahí delante otra vez!"
Athos me mira, mueve la cola y no aporta ninguna idea. Típico.
De acuerdo, calmémonos...a ver, el truco está en dar un pequeño rodeo...sí, eso es.
Salgo del camino. Al instante, me encuentro con cardos borriqueros, baches, pedruscos, obstáculos diversos y maleza que cruje de una forma espectacular cuando nos movemos. Intento poner cara de "Éste es mi recorrido habitual, solo que está un poco descuidado" y moverme con soltura. El resultado es bastante satisfactorio, salvo por el hecho de que estoy a punto de bajar rodando una cuesta y darme un chapuzón en el charco inmenso que hay al final. Por lo demás, sigo caminando detrás del perro, que se desenvuelve con la habilidad de una cabra montesa.
Al subir otra cuestecilla, pasamos por delante del camino y, con el rabillo del ojo, distingo fugazmente al chico, que está observándonos. Así que yo, muy digno, saltando por encima de adoquines y ortigas, me centro en mi cara de "Éste es mi recorrido habitual, solo que está un poco descuidado", y sigo avanzando...
Seguimos caminando según nuestro recorrido habitual. Generalmente, el paseo completo sólo lo damos de día y por la noche acabamos un poco antes, puesto que hace más frío y hay más ganas de volver a casa. Sin embargo, esta vez decido que hay que aprovechar el buen tiempo y seguir hasta el final.
Y ahí es donde entra el gran don que tengo para ser oportuno y para tomar las decisiones que tomo en los momentos más adecuados.
Athos sigue trotando, seguido muy de cerca por mí. El camino traza caprichosas curvas en medio de árboles y arbustos...y de repente, tras un recodo de la senda, aparece. Algo que no encaja del todo, como una nota discordante en una melodía conocida. Hay una forma incierta, a un lado del camino, que no debería estar allí. Desgraciadamente, la total y absoluta oscuridad me impide determinar con claridad de qué se trata...pero luego, tras un examen más detenido, descubro que tengo ante mí una especie de manta. Curiosamente, al perro le llama la atención, porque le gruñe ligeramente y se pone a mover la cola. Esta reacción hace que yo me interese más por la dichosa mantita y me quede mirándola durante media hora con cara de estúpido, mientras Athos se pasea por encima de ella, la olisquea, la pisotea, la lame unas cuantas veces y le gruñe otro poco. Por supuesto, sólo después de todo el ritual perruno de investigación (no antes) me doy cuenta de que sobre la manta hay un chico y una chica que habían salido a disfrutar de la noche primaveral y estaban haciéndose cariñitos y arrumacos, tan felices ellos, sin pensar que en cualquier momento podían aparecer esos dos seres monstruosos, surgidos de las profundidades del Abismo, dispuestos a jorobarles la cita en una décima de segundo.
Por primera vez bendigo y agradezco la oscuridad que me rodea, porque mi rostro, en otra décima de segundo, pasa de su color normal al blanco leche y luego al rojo brillante, mientras me abalanzo sobre el perro, que continúa dando la murga, para tratar de ponerle la correa (es en ese momento, además, cuando me doy cuenta de que he ido todo el camino canturreando y tarareando). Me dirijo a la pareja:
"Losientolosientolosiento...nooshabíavisto...llevoalperrosueltoyclaro, jeje...perdónperdónperdón...vamos, Athos...adiós."
Salgo corriendo, agarrado a la correa del perro. Un trecho después, nos paramos y me encaro con él: "¿¡Me quieres explicar ahora cómo vamos a volver, desgraciado!? ¡Porque yo no paso por ahí delante otra vez!"
Athos me mira, mueve la cola y no aporta ninguna idea. Típico.
De acuerdo, calmémonos...a ver, el truco está en dar un pequeño rodeo...sí, eso es.
Salgo del camino. Al instante, me encuentro con cardos borriqueros, baches, pedruscos, obstáculos diversos y maleza que cruje de una forma espectacular cuando nos movemos. Intento poner cara de "Éste es mi recorrido habitual, solo que está un poco descuidado" y moverme con soltura. El resultado es bastante satisfactorio, salvo por el hecho de que estoy a punto de bajar rodando una cuesta y darme un chapuzón en el charco inmenso que hay al final. Por lo demás, sigo caminando detrás del perro, que se desenvuelve con la habilidad de una cabra montesa.
Al subir otra cuestecilla, pasamos por delante del camino y, con el rabillo del ojo, distingo fugazmente al chico, que está observándonos. Así que yo, muy digno, saltando por encima de adoquines y ortigas, me centro en mi cara de "Éste es mi recorrido habitual, solo que está un poco descuidado", y sigo avanzando...